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FINCASA. Orden 008. Ref.3063-001. T +34

Cee - Corcubión

A partir del siglo XVIII se instalan industrias de saladura con capital de familias nobles y burguesas catalanas, actividad que se consolidó en el siglo siguiente, en la ría de Corcubión. Para defender la ría ante ataques del exterior se construye en el siglo XVIII el Castillo del Cardenal.

Esta fortificación forma pareja con el Castillo del Príncipe, en la Ameixenda (Cee), situado al otro lado de la ría, permitiendo, mediante fuego cruzado, la defensa de la ensenada de Corcubión. Una leyenda local habla de una cadena que uniría bajo el mar ambas fortificaciones. Esta cadena al ser tensada impediría el paso de las naves enemigas.

A principios del siglo XIX el pueblo de Corcubión luchó contra la ocupación francesa. En respuesta a esta resistencia, los ejércitos franceses incendiaron y saquearon la villa.

Otra leyenda nos habla de una gruta con tres ciclópeas entradas que es conocida como A furna de don Liborio. Todo castillo que se precie presume de la existencia de un túnel secreto excavado bajo tierra que se utilizaba como vía de escape. Del Castillo del Cardenal el mito habla de un pasadizo que conducía a esa gruta marina, pero su misión no era el escape, si no otra mucho más sombría, ya que cuentan que su empinada rampa era utilizada nada menos que para arrojar los cadáveres de los ajusticiados al mar.

Toda leyenda tiene su germen y la del fantasma de don Liborio en el Castillo del Cardenal se remonta al siglo XIX. Y es que cuentan que durante los trabajos de reparación que estaban realizando unos albañiles en la fortaleza, comenzaron a oír unos ruidos similares a lamentos que salían de la grieta de uno de los muros. Llevados por la curiosidad abrieron un boquete en lo que resultó ser un falso tabique y, al asomar sus cabezas por el orificio lo que vieron fue tan terrible que huyeron despavoridos. Los obreros avisaron a las autoridades locales del macabro hallazgo, pero incrédulas estas de lo que describían los albañiles, decidieron trasladarse a la fortaleza para aclarar lo que creían ignorancia o superstición de los operarios. Una vez en el recinto el juez ordenó derribar la pared y quedaron todos sobrecogidos cuando, al venirse abajo el muro, apareció colgado de grilletes y cadenas el cuerpo momificado de un emparedado que presentaba un aspecto terrorífico. Cuando pudieron reaccionar a la sorpresa, decidieron descolgar el cadáver y depositarlo sobre una mesa para examinarlo. Pero cuando el forense se disponía a practicar la autopsia, observó que de entre los jirones de sus ropas asomaba, colgado de una cadenita, una ampolla de cristal que en su interior contenía un manuscrito. A la débil luz de un farol el secretario judicial leyó el documento en voz alta, descubriendo entonces que lo que estaban oyendo no era otra cosa que una sentencia que explicaba tan cruel castigo.

Parece ser que don Liborio era un próspero almacenista que vivía en Corcubión a mediados del siglo XVIII y que un mal día, como sospechoso de la muerte de la hija de una sirvienta, fue sometido a un duro interrogatorio. La niña se llamaba Hermelinda, tenía trece años y dicen que era la criatura más bella que naciera en la villa en muchos años, la más angelical y encantadora. Su cadáver había aparecido enterrado entre dos muros de un establo adosado a la vivienda de don Liborio. Encontrado culpable del asesinato de la doncella, en reciprocidad a su terrible delito, don Liborio fue condenado a morir emparedado. Consternados por lo que les acababa de revelar el escrito, durante mucho rato todo fue parálisis y silencio bajo la cúpula de la cámara. Cuando al fin pudieron reaccionar, tras un encendido debate decidieron deshacerse de los restos del emparedado. Para ello confeccionaron una caja con unas tablas que por allí encontraron desperdigadas e introdujeron el cadáver en ella, a continuación, la arrojaron por el túnel cuya rampa conducía a la sima marina. Pero tan pronto como el ataúd cayó al mar, por las tres bocas de la gruta, en medio de un ensordecedor lamento, surgió una cegadora luz que iluminó la noche. La luminaria y el bramido fueron desvaneciéndose lentamente mientras, alejándose, se sumergían en la ría.

Sin embargo, son muchas las noches en que aún se sigue escuchando el desesperado lamento del emparedado que clama con ira contra la injusta sentencia. El rugir de su cólera solamente se calma cuando surge del mar una bella nereida envuelta en luz, muchos dicen que es Hermelinda, que para reconfortar al desgraciado se adentra en la furna de don Liborio.

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