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EL FARO DE BUDA

La Crónica de la Muerte de un Delta

El faro de la isla de Buda, en el delta del Ebro, era una joya de la ingeniería, la torre Eiffel de los faros. De hecho, todavía lo es, aunque se encuentre miserablemente hundido a diez metros de profundidad y cinco kilómetros de la actual línea de costa. Incluso hundido, sigue siendo un símbolo, un testigo mudo y olvidado de un do de pecho de la técnica, así como de la indolencia posterior, la pérdida de terreno de delta por el embate de las olas y la disminución del caudal del Ebro. Resulta incomprensible que la aventura del faro de la isla de Buda no haya sido objeto de alguna iniciativa épica, visto como centinela incomprendido. En 1860 ya se construyó en esta isla deltaica un primer faro provisional con torre de madera, a la espera de inaugurar el definitivo de estructura metálica, encargado al fabricante inglés John Henderson Porter, sobre planos de Lucio del Valle. Resultó ser el faro más alto de entonces de tales características (55 metros), levantado en 1864 en la playa de la isla de Buda, en la embocadura del brazo navegable del Ebro. Su forma piramidal, esvelta e insólita, puede verse reproducida fotográficamente en todos los libros de la especialidad. Fue transportado por vía marítima desde el puerto de Gloucester a través del estrecho de Gibraltar. Una escalera interior de 365 peldaños conducía a la linterna, dotada con ocho potentes lentes reflectores de la luz de petróleo, con un mecanismo giratorio al que era preciso dar cuerda cada ocho horas. El equipo humano responsable contaba con tres fareros titulares y un auxiliar, con vivienda en la base octogonal de la misma torre para ellos y sus familias.

El papel de los faros se ha visto sustituido por nuevas tecnologías de comunicación marítima, salvo su función evocadora de mano tendida de amparo en la tiniebla. En los faros siempre había cohabitado la técnica con los sueños, la luz con la oscuridad, la inmovilidad con el giro perpetuo, la soledad con el auxilio, el infinito con un punto preciso. Desde su automatización veinte años atrás y la extinción de los fareros residentes, las autoridades responsables juran y perjuran que darán alguna nueva utilidad a la elegancia y ubicación de los faros, aunque de momento solo lo han cumplido a un ritmo de cuentagotas balbuceante.

Cuando en 1864 se construyó el faro del Cabo de Tortosa (también llamado Faro de Buda), una de las principales preocupaciones era el hecho de que la costa avanzaba continuamente y el faro no se quedara demasiado rápidamente tierra adentro. La gente hacía excursiones al faro de 50 metros de altura -el más alto del mundo de la época- y comía y se divertía a sus pies, con un mar que no quedaba exactamente cerca. Pues bien, fíjese como han llegado a cambiar las cosas que, si usted quiere llegar al actual emplazamiento del faro de Buda, tendrá que nadar (si, si, nadar) la friolera de 3.704 metros mar adentro desde la costa más cercana.

Pues bien... eso es lo que ha retrocedido el frente de costa del delta del Ebro en menos de 150 años. Aunque, para ser exactos, semejante ritmo de destrucción del delta no empezó entonces, sino mucho más tarde.

Durante el primer tercio del siglo XX, la electrificación creciente de las ciudades y sus servicios asociados hicieron fijarse en los importantes cursos de agua provenientes del Pirineo. Ello provocó la construcción de diversos pantanos que significaron un primer gran problema para el delta, al ser estos ríos tributarios del Ebro.

Estos embalses son (Sant Antoni, 1916; Camarasa, 1920; Terradets, 1935 o Flix -en el cauce del Ebro-, 1948) hicieron disminuir tanto el caudal como la carga sedimentaria que el Ebro desembocaba al Mediterráneo, lo cual se tradujo en que el faro del Cabo de Tortosa comenzara a sufrir los embates del mar en sus propios cimientos en 1949. El gobierno, enterado del problema se plantea substituirlo, pero, sea como fuere, aún el Ebro era capaz de mantener el tipo. Todo iba a cambiar dramáticamente a partir de finales de los 50.

Debido a la falta de caudal, al control de las avenidas y a la falta de sedimento transportado por el río, el frente del delta empezó a retroceder a pasos agigantados, o lo que es lo mismo, a la escalofriante velocidad de 39 metros al año, lo que conlleva la destrucción en la Nochebuena de 1961 del Faro de Buda debido a un temporal después de casi 100 años en el sitio. Su repuesto, pese a las defensas construidas, cayó también en 1965. La zona se había convertido en mar abierto.

El caudal del Ebro había bajado desde los 18.286 hm3 anuales en los 60, a los 8.253 hm3 anuales en los 90, lo cual significa que prácticamente no llega sedimentos al mar. De hecho, sedimentos sí que llegan, pero los más finos, los que son fácilmente transportables por la débil corriente del río, pero que no son depositados porque el agua del mar los mantiene en suspensión. La arena, la que por ser suficientemente grande puede depositarse, no se moviliza debido a que el Ebro no alcanza el mínimo de caudal de 400 m3/seg que necesita para moverla impidiendo un equilibrio en su frente costero.

El frente, aún hoy en día, retrocede a una velocidad de 20 m/anuales, y si bien es cierto que ciertas partes avanzan, el delta no crece, simplemente las arenas depositadas hace siglos en el frente se reubican debido a la fuerza del mar. Solo así se entiende que el faro del Cabo de Tortosa se encuentre a dos millas náuticas mar adentro, en una zona que estaba un metro por encima de la superficie del mar y que, actualmente, tiene una inquietante profundidad de unos 10 metros.

El embate de las olas, la extracción de agua del subsuelo, pero sobre todo la inconsciencia humana de un uso del agua del río meramente especulativa y comercial están matando el Delta del Ebro segundo a segundo. Un delta que ha tardado siglos en formarse y que acabará muriendo en pocos años por intereses creados de gente que ni vive, ni le importa lo más mínimo el futuro de este prodigio vivo de la naturaleza.

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